sábado, 13 de febrero de 2010

Anatomía de la locura


Pablo e Irene se conocían desde pequeños. Irene no recuerda ni un solo día de su infancia preñada de gominolas, piruletas, foskitos y tigretones ,con sus tardes enteras jugando a la goma, a la peonza, a las cromos o al escondite en donde no estuviera Pablo.No recuerda un sólo día de su lenta, desamparada y triste adolescencia en donde no estuviera él cogiéndole la mano, acariciando su pelo en la playa,correteando por el paseo con ella sobre su espalda o tirando piedras a las olas en los días ociosos e interminables del verano.No recuerda ni una sola noche de su vida en el que él no fuera su último pensamiento al dormirse y el primero al despertarse.Siempre estuvo él en sus primeros sueños tórridos, así como en los más tiernos y dulces, sin olvidar sus angustiosas pesadillas, feroces y traumáticas cuando soñaba que él desaparecía de golpe tragado por una ola, entonces contaba hasta trece y volvía a dormirse. Pablo existía, existe y existirá por siempre en su vida, en todos y cada uno de los recodos de su mente, de su alma y de su corazón desarmado.
No comprendió hasta años más tarde, después de rememorar una y otra vez los detalles de aquella última tarde de su despedida, el origen del odio, el desamor y la angustia que emanaban de las palabras de Pablo. Ese mismo odio, desamor, y angustia que se impuso en su vida como una fina y pegajosa película que lo recubría todo el resto de los siguiente días que se sucedieron sin él. Intentó olvidarle desesperadamente, arrancándose a jirones de su piel cualquier indicio de sus manos, de su olor, de sus besos. Quemó todas sus fotografías, sus cartas, sus regalos y sus peluches y lo maldijo trece veces, una por cada astro que la acompañó en su huida. Y así huyó de aquel pueblo hacia el amparo del anonimato de la gran ciudad con la esperanza de nunca más regresar. Pero Irene siempre regresaba enfermiza y patológicamente al escollo de la escalera donde se besaron por primera vez, a la esquina de la calle que daba a su casa, a aquella canción que bailaban en la verbena de las fiestas, agarrados tan fuerte que apenas podían respirar. Tenía un parásito en su mente, un gusano que taladraba su cerebro y engullía sus neuronas de una forma insaciable y sádica, taimado ,astuto y correoso hasta el punto en que Irene desfallecía bajo la certeza de que cada día moría un poquito vencida por la locura de su recuerdo. Muchas noches despertaba cubierta en sudor y lágrimas, gritando su nombre, y rezandole a Dios volvía a dormirse pidiéndole que dejara de estar ahí, en todas partes donde ponía los ojos, en todos las esquinas en donde aparecía su figura, en todos los rostros de los desconocidos donde se le aparecía. Quería dejar de sentir el dolor en el centro de su pecho, donde el recuerdo de su cuerpo desnudo la clavaba y la crucificaba cada noche en la oscuridad parapetada tras sus párpados, haciendo agujeros en su cerebro, trépanos que la penetraban viva, y el dolor, ese dolor indescriptible de su nombre...
Pablo , Pablo, Pablo...